Se desbordaron el Adaja y el Chico, se inundaron calles, jardines y locales y el alcalde se quedó tan pancho echando la culpa de todo al PGOU que un cuarto de siglo antes había aprobado el propio Ayuntamiento casi por unanimidad con el resultado de arruinar miles de metros cuadrados en la zona sur. Han transcurrido dos semanas desde aquel «diluvio» y o ningún grupo político le da importancia a tener una ciudad inerte, calificada por el primer edil como inservible al ser inundable y sin desarrollo o sencillamente no quieren embarrarse en un tema delicado y prefieren profundizar en temas ridículos.
Es el penúltimo ejemplo de la falta de política que desde la pandemia e incluso antes viene padeciendo Ávila. Una carencia que está haciendo que ni los actuales dirigentes, ni la oposición ejercitan una política de calidad o lo que es lo mismo mala política. La política es un instrumento que debe producir algo mejor y que tiene que ver con lo colectivo (equilibrio entre el corto y el medio plazo, nunca en el largo), para atender los acuerdos generales para un conjunto de ciudadanos que por la casualidad o por elección propia deciden vivir juntos.
La actual clase política abulense se ha apropiado de la política y se dedica en exclusiva a sus propios intereses. Hace pocas fechas se conmemoraba el undécimo fallecimiento del único verdadero político que ha dado esta tierra, Adolfo Suarez. Su política se resume en una de sus famosas frases: «Elevar a la categoría de política de normal, lo que a nivel de calles es plenamente normal». Pues bien, en Ávila lo normal es tan desconocido como la inacabada torre de su Catedral.
En ausencia de esa política no se afronta ninguno de los problemas que realmente tiene Ávila. La agenda política está compuesta por lo que interesa a la clase política (asuntos en su mayoría intranscendentes) y se olvida por completo de lo que afecta seriamente a la mayoría. La política local –cercana– está enredada en asuntos que la mayoría de los abulenses no comprenden (mociones, enmiendas y votaciones surrealistas que se adornan con deshonestos mensajes triunfalistas) y les alejan de luchar por unas ilusiones colectivas. Transcurren lustros sin resolverse asuntos –casi obsoletos– que martillean la cabeza de cada abulense (los omito para evitar más dolor) y en los que no solo no se avanza, sino que cada día se añaden más retrasos y escollos.
Los políticos electos en los distintos grados de las administraciones territoriales viven a su bola y solo se preocupan de no perder su sitio, sabedores de que su inanidad e incluso sus traiciones nunca son castigadas y es que el abulense se ha acostumbrado a que eso, sí, sea lo normal. En vez de hacer política buena –buscar soluciones, negociar y ejecutar–, los representantes electos o designados miran hacia otro lado, dan excusas, las decisiones se retrasan y el desenlace es una Capital abandonada a una suerte que tampoco ésta llega.