José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Curalotodo

04/04/2025

Asclepio —el Esculapio latino— era el dios griego de la medicina. Se casó con Epione, a su vez diosa de la curación. Es lógico que, entre otros hijos —hermanas suyas eran Yaso, la sanadora, o Higía, diosa de la buena salud— naciese Panacea, la diosa que todo lo cura. Tenía una poción en forma de cataplasma que sanaba cualquier mal. La medicina no ha parado de buscar este omnipotente remedio, atribuido unas veces a las manos de los reyes y otras a sagradas reliquias. Los alquimistas medievales repartían su tiempo entre la piedra filosofal y la panacea universal, para que un catarro mal curado no los mandase al hoyo tras ser ricos.

Este mito griego forja el occidental concepto de panacea como solución a cualquier situación compleja. En Ávila gustamos decir que tenemos muchos males y atrasos, demasiados números rojos en el haber sin la necesaria contrapartida contable en el debe. A los abulenses nos duele Ávila, en un grave ataque de unamunismo. No entraré en si estamos ante un enfermo imaginario o un cáncer real, eso es lo de menos una vez contagiados del bucle melancólico. Como los antiguos alquimistas, buscamos panaceas que sanen todas nuestras cuitas. Y ese es el auténtico problema: que a los remedios que pudieran llegarnos les otorgamos taumatúrgicos poderes, los creemos infalibles bálsamos de Fierabrás. Más dura será la caída; cuanto más confiamos en que algo nos va a sacar del pozo, más grande será la desilusión si ese algo no llega, o vemos que antes que mágico elixir es pastilla de Juanola.

El museo del Prado en Ávila —cien latigazos al inventor del nombre—; el corredor atlántico; la conexión con la A-6, la A-40; el tren; la exención del peaje; las escuelas de bomberos; el plan territorial de fomento, pavimentado de asfalto; la red de calor que bachea calles; el AVE, da igual su trazado; los macroproyectos, da igual cuales, pero macro; las granjas solares, las eólicas, las minas… Remedios, cataplasmas, necesarios medicamentos. Pero que se han vendido desde el poder político y mediático como definitivos ungüentos que solventarían nuestros males, haciendo de su consecución exigencia y de su pérdida —o de su parto de los montes— drama colectivo. Y siempre pelea partidista.

El tiempo todo lo cura. O, como decía mi abuela, «pupita sana, culito de rana, si no cura hoy, curará mañana». El cuerpo, inteligente, cuenta con un ejército de leucocitos y plaquetas que, desde su humilde individualidad, pero poderosa unión, se deshacen de lo malo y bloquean las heridas abiertas. Los abulenses, estimados tres lectores, son —somos— la auténtica panacea, el remedio definitivo. Solo hace falta dejar de llorar por la poción de los dioses y empezar a destilar la nuestra.