Tenía lista para entregar otra columna el miércoles, como siempre, pero la noticia me hizo esperar un día más para comprobar si tal cosa era posible, si se iba a atrever. Y así ha sido: la maldita aurora ha vuelto a despuntar; ni el cielo ni esas nubes que tanto amabas han concedido un día de duelo. Amanece sabiendo que no podrás apresarlo en foto con tu inquieta mirada, desde el cerro. Amanece, aunque el día que se anticipa venga falto de interés sin tu fina ironía, sin tu omnímodo conocimiento. Amanece cruel, dulce e inclementemente.
Tenía un libro a medias en la mesilla y me doy cuenta de que no deseo acabarlo, sino gastar el tiempo hojeando las decenas de otros que pueblan mi biblioteca gracias a ti, recordando por qué y en qué momento me los recomendaste, persiguiendo otra vez tu voz en sus líneas. Quedan mudos en los estantes, huérfanos de tu voracidad lectora, sabedores de ser restos de una sapiencia antigua de la cual eras heraldo en extinción.
Tenía pensado escribir algún tuit que imaginaba ingenioso o transgresor, pero ya no estás para traerme de vuelta si me endioso, en esos comentarios tuyos con la dosis justa de recriminación. A veces —pocas, pero qué magníficas— me dabas una virtual palmada en la espalda. ¿Cómo navegar ahora sin ti, compañero desde hace más de veinticinco años? ¿Quién recordará tus originales seudónimos de los viejos foros? ¿Dónde aprenderemos la crítica certera, la respuesta inteligente, el adjetivo preciso, la invención que luego todos nos apropiábamos?
Tenía tanto de qué charlar la próxima vez que el azar nos hiciese coincidir; siempre una sorpresa, siempre una alegría. De tanto en común: lo taurino, quién ganará la Vendée este año, viajes hechos y por hacer, el tiempo —tu pasión—, la vida, los recuerdos. Nunca de política, a veces de políticos. Me faltarán tu sonrisa y tu bonhomía, cayado en ristre y sombrero de paja calado.
Tenía agendados actos, inauguraciones, exposiciones, visitas a monumentos, pero me doy cuenta de que la ciudad que significan no será igual sin tu mirada. La has entendido, amado y glosado como pocos, aunque nadie te dedicará una calle, una plaza, cuatro páginas de un cronista. Ni un parque; un parque estaría bien. Cunqueirista como eras —te has ido, como él, con setenta años— podríamos aventar allí tus cenizas y grabar en una placa su epitafio: «Aquí yace alguien que con su obra hizo que Ávila durase mil primaveras más».
Tenía pensado dedicarme a mis asuntos, seguir con la vida, atender lo perentorio en vez de lo importante, darme al día y sus quehaceres. Pero amanece, y el alba, con rojo arrebol, me castiga hoy, me castigará todos los días por venir a recordar tu ausencia, Bernardo. Gracias, maestro.