Cuando octubre y noviembre se juntan, cada tarde hay fuegos artificiales: el sol áureo se posa sobre los árboles de los colores del ocaso que explotan como una traca final en una expresión emocional. Vengan conmigo al parque de Las Hervencias, es donde se encuentran todas las evidencias. Octubre prepara el terreno: enciende las hojas con puro desenfreno para que noviembre las inflame con un suave pedernal y sus llamas prendan el esplendor estacional. Cuando empieza el otoño viene con el deseo inalcanzable de plasmar tanta belleza, con todas las artes que se presten a tal proeza. Pero el resultado siempre es desigual, la naturaleza no se deja capturar.
Aún así cuando llega mi estación no puedo reprimirlo y lo intento con la mejor intención. Vuelvo a los colores, a la exaltación de la belleza, soy hija del otoño, por eso me quedo con lo mejor de su esencia. Ignoro las metáforas de envejecimiento, tristeza y melancolía, pues como Santa Teresa, no las quiero en la prosa mía. Al menos no en la otoñal, que para algunos representa el final, pero no es sino el cambio necesario, las hojas arden cuál ave fénix cuando acaba el verano. Intento reprimirme y no volver a caer y no hacer un artículo sobre el otoño, sí, otra vez.
Llega noviembre, llega el atardecer: el año se despide con la divinidad del sol al caer. Los chopos dorados del camino de Sonsoles se desprenden de sus rayos mientras el cielo llama a los colores morados y naranjas que dan paso a los arreboles. Mientras la naturaleza se desnuda, da la cara y se muestra cómo es, pura, pierdo la fuerza de voluntad, en ese momento sé que lo volveré a intentar. Entonces llega el viento y me susurra que coja de una vez papel y escriba, que los rojos y dorados no son tópicos, son clásicos, que el otoño existe para hacer arte, es el mejor momento para poder expresarte. Me murmura que me fije si no en cómo él hace bailar a las hojas, la creatividad de una danza hermosa.
Es el momento perfecto para dejar que el oro en mi bemol te acaricie al caminar entre las hojas mientras aún brilla el sol. San Antonio y la puerta del Jardín de la Viña se convierten en la entrada al reino de los caducifolios, en el que los árboles son columnas por derecho propio. Las decoran las hojas que cambian cada día y alfombran el suelo para que la pisar surja una melodía. Bajo los tonos cobrizos de la mañana o amenazados por las nubes grises que anuncian lluvia, la magia flota en el aire, las ganas de saltar sobre los montones de hojas surgen en quién las admire.
Los árboles en otoño nos recuerdan que aquello que se pierde o cae también la belleza nos trae. Que no hay más opción para florecer que dejar que se desprenda lo que ha de quedarse en el ayer. El paisaje del otoño refleja nuestro interior, nos hace pensar, volver a ver. Nos ilumina para prescindir de lo innecesario y avanzar hacia lo que queremos ser.