Desengáñese, estimados tres lectores. Las piedras no tienen alma. Lo creemos porque nos ha tocado nacer o pacer en este peñasco, bajel varado en un otero, fábrica de cantos y santos donde lo berroqueño y la piedra caleña predominan frente a areniscas francas, mármoles o ladrillos mozárabes. Donde la catedral viste piedra sangrante de La Colilla y las murallas y palacios sangran heridas de las canteras de Cardeñosa o Mingorría.
Algunos ven necesario seguir regándolo aún más de cuarzo, feldespato y mica. Siembran piedra por doquier, a ver si crece. Como si poner una losa en una plaza, un adoquín en una travesía o un pedestal pétreo a otra incomprensible e innecesaria estatua fuera a reverdecer una ciudad que declina y se hunde, quizás lastrada por todo este peso que desde hace siglos lleva a cuestas. El urbanismo, hoy, se fía a lo sólido y granítico, a desarrollos y reformas eficientes, fáciles de mantener y que aspiran, como la muralla, a perdurar cien, mil años. Aunque luego, pasados veinte o treinta, otro equipo municipal se dedique a cambiar el engendro por uno más al gusto del momento, y mande a la escombrera la cantería tan mimosamente labrada. Vivimos en la inmediatez, y a pesar de ello imaginamos perenne lo que no es más que efímero adefesio.
Las piedras no tienen alma, prueben a abrazar a una. Busquen un verraco y acerquen la cara a su rugosa superficie, a ver si sienten algo. Abrazar un árbol da muchos más beneficios, dicen. Mejora la concentración, reduce el estrés, combate la depresión. Todo esto lo he mirado en internet; no soy un acólito de la arboterapia, pero no quiero quitar la ilusión a los que la profesen. Aunque lo tienen cada vez más complicado al remplazarse las verdes frondas por grises reformas; como mucho, se relegan a ridículos acotados bordeados de acero corten, que pretenden un toque vegetal que luego nadie mantendrá, donde ningún niño jugará a las chapas o canicas. Y si les da por reponer árboles —el negrillo de San Vicente, el cedro de Santa Ana— lo hacen con cipreses, para que su breve y alargada sombra nos recuerde lo fugaz del existir.