Juan e Iluminado. Mis abuelos. ¿Por qué pienso hoy en ellos? No sé, quizás sea por el comienzo del verano, que era cuando más los veía. Distintos entre sí, entrañables ambos. Y un recuerdo en común: navajas. Mis dos abuelos siempre llevaban una navaja en el bolsillo, daba igual si era en el traje de faena o en el de misa de domingo.
No eran imponentes facas. Pequeñas navajas plegables, cachicuernas o con los mangos de nácar, que mantenían siempre afiladas con una piedra, al calor del brasero. Navajas que nunca se prestaban, que mis infantiles ojos observaban mondar una naranja en invierno, trocear la matanza del almuerzo a media mañana –los huevos con pan, sin tenedor–, cortar el cáñamo de la prieta paca antes de esparcirla en los comederos de la cuadra, afilar un palo para arreglar la puerta del cercado o pelar hábilmente un tallo para que yo ensartase en él los amarillos botones de las manzanillas de Gredos en un collar para mi madre. Herramientas humildes y honestas, imprescindibles, cuya posesión indicaba un paso a la madurez igual que los pantalones largos, el primer pitillo fumado junto a los mayores o, si había posibles, el reloj o la pluma de la primera comunión.
Hoy llevamos en los bolsillos teléfonos móviles casi desde la cuna. Salvo el momento de crear una cuenta en Instagram, evitamos el tránsito a una edad adulta, más bien es algo que se pospone hasta los treinta, si es que ocurre. Seguro que puedo buscar en el mío todo sobre los endemismos de Gredos o qué es una fanega –gracias a Dios no necesito mirarlo, en bastantes me he metido navegando ficticios ríos de niño– pero dudo que mis nietos, de tenerlos, me mirasen como lo hacía yo a mis mayores cuando sacaban la navaja.
Será la edad o el calor, pero echo de menos a mis abuelos, al mundo que se fue con ellos y que tuve la fortuna de vislumbrar pegado a sus perneras. Un día me hice mayor y me regalaron una navaja; no recuerdo por qué, quién ni cuándo. Nunca fue a mi bolsillo, en algún cajón de casa de mis padres estará. Lo triste, lo que me duele, estimados tres lectores, es que no supe qué hacer con ella.